Lo recuerdo como un parón brusco en el tiempo y en mi interior. Había sido un día agotador, para qué engañarnos. Había tenido una jornada intensa y boyante.
Honestamente hablando, no tengo nada en contra de ese tipo de días. Me gusta desenmascarar a la suerte encubierta detrás de los momentos estresantes y complicados en los que lo insospechado decide dejarse ver. Eso es una buena señal, un síntoma de que las cosas no van tan mal, ¿verdad? Mejor estar cansada-feliz que descansada-normal, ¿no?
La cafetería de mis sueños empezaba a tomar forma, pies, cabeza y pajarita. Habían ventanales y geranios nacarados. Peonias irisadas y mesas pueblerinas adornadas con detalles grabados, libros, un montón de purpurina y pestañeos coquetos. Las recetas empezaban a conquistar a las papilas gustativas más exigentes, a los ojos más puntillosos y a los olfatos más agudos. Olía a limpio, a hogar, a naturaleza y a momentos compartidos y por compartir. Sonaban notas de piano recién afinado y acariciado por dedos de oro tan delicados que se hacían difíciles de advertir.
Eran las ocho y tres de la tarde y podía distinguirse cómo, lentamente, empezaba a oscurecer. Era justo ese momento de la agenda diaria en el que las aceras de las calles se tranquilizan y empiezan a cambiar de decoración. Me senté en el balcón y me tapé como si no hubiese un mañana con la manta más suave del universo que, por cierto, había sido un regalo de mi madre dos cumpleaños atrás. Era preciosa, esponjosa y de confección artesana. Tenía encajes, hilos plateados, mucho rosa, pasteles, flores y, calculo, muchas horas de cariño.
Prendí mi vela aromática preferida y me la llevé conmigo. Ahora sí que era el momento de escuchar su voz. ¡Mmmm! Lavanda, canela, caramelo y un pellizco de algo enigmático. No podía dejar de sonreír al atardecer mientras la brisa fresca acicalaba mi rostro recién desmaquillado e impregnado con toda clase de cremas, lociones y potingues.
No fue un simple «hola». Fue un «hola» risueño, vivo, contundente y cargado de noticias impacientes jugando a conocerse en una cola apretujada. Nos moríamos de ganas de celebrar lo que fuese que acabase de pasar. La vela y las cortinas empezaron a danzar al ritmo de las palabras que salían de su boca. Se oían tambores, trompetas y fuegos artificiales, como si lo hubiese planeado todo o como si la coincidencia más mágica hubiese decidido pasearse, como quien no quiere la cosa, por allí.
Lo mejor es que había dejado de creer en las coincidencias.
Sonreí, sonrío y nos abrazamos sin mirarnos. Le abrí la puerta para que iluminara mi hogar y mi corazoncito como solamente él sabe y nos sentamos en el balcón. Nos tapamos con la manta más suave del universo y miramos hacia la nada o hacia el todo mientras disfrutábamos de un cansancio-felicidad que no tenía explicación simple ni significado formal.
Hermoso relato y en cuanto a las coincidencias, yo estoy al punto de creer que llegan por una razón, que no hay nada aleatorio en ellas.
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Totalmente de acuerdo 🙂
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